El Laberinto parte 2

domingo, 30 de junio de 2013

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Continúa la leyenda y he aquí que, con el correr de los años, el Minotauro, dentro de su laberinto, se convierte en un verdadero elemento de terror. El rey de Creta, por cuestiones de guerra, cobra a los atenienses un espantoso tributo: cada nueve años tienen que enviar a siete jóvenes y siete doncellas vírgenes como sacrificio para el Minotauro.

En la tercera oportunidad, se levanta un héroe en Atenas, el ateniense por excelencia, Teseo. Teseo se propone a sí mismo no asumir el reino de su ciudad hasta tanto no la pueda liberar de semejante castigo, hasta tanto no pueda matar al Minotauro. El Laberinto Teseo se apunta él mismo para ir entre los jóvenes que van a ser sacrificados, llega a Creta, y con la clásica estratagema de enamorar a la hija de Minos, Ariadna, logra que esta le entregue un ovillo de hilo para penetrar en el laberinto y, tras matar al Minotauro, encontrar la salida. Efectivamente, el ovillo es fundamental. Entra y lo va desenrollando a medida que penetra por los intrincados pasillos.

Cuando llega al centro, con su fuerza descomunal y su voluntad, mata al Minotauro y logra salir. Si leemos historias simples y sencillas, Teseo mata al Minotauro con una espada, a veces con un puñal. Pero si nos vamos a los más viejos relatos y a las figuras que encontramos en antiguos vasos áticos, Teseo mata al Minotauro con un hacha de doble filo. Una vez más, el héroe, que se abrió camino dentro del laberinto, cuando llega al centro realiza el prodigio con un Labris, con un hacha doble. Hay un misterio más que dilucidar todavía: lo que Ariadna entrega a Teseo no es exactamente un ovillo, sino que es un huso alargado con hilo. Y este huso es el que Teseo irá desenvolviendo a medida que penetre en el interior del laberinto.

Pero cuando Teseo sale y comienza a recoger su hilo y enrollarlo nuevamente, lo va a sacar perfectamente circular. Ahora sí es una esfera, un ovillo. Este símbolo tampoco es nuevo. El huso alargado con que Teseo penetra es la imperfección de su propio ser interior, que necesita desenvolverse, pasar una serie de pruebas. La esfera que construye al recoger el hilo es la perfección lograda al haber dado muerte al Minotauro, tras haber pasado la prueba y salido nuevamente al exterior. Laberintos hubo muchos y Teseos también.

No faltan tampoco en España. En toda la zona del Camino de Santiago de Compostela y en toda Galicia, existen infinidad de grabados en piedras, antiquísimos, de laberintos dibujados, repetidos sistemáticamente como si fuesen una señal, una marca que atrae también al peregrino del Camino de Santiago y le induce a recorrer este sendero que, si bien a nosotros se nos presenta como recto, en cuanto al sentido simbólico y de realización espiritual es también un laberinto. Laberintos encontramos en Inglaterra, en el famoso castillo de Tintagel, donde se dice que nació el rey Arturo. También los encontramos en la India, donde fueron tomados como símbolo de meditación, de reconcentración, de retorno sobre el propio eje.

Y en el Antiguo Egipto, en la ciudad de Abydos, tan antigua que casi se entronca con la historia predinástica de Egipto, es donde existía un laberinto que se llamaba Caracol; era el Caracol de Abydos y, precisamente, un templo circular, en cuyos pasillos se celebraban ceremonias relativas al tiempo, a la evolución, a los muchos caminos que tenía que recorrer el hombre hasta encontrarse con el centro, que es en realidad el mismo hombre. Incluso, y refiriéndose a Egipto, este Caracol de Abydos parece haber sido nada más que la parte infinitesimal de otro enorme laberinto, al cual hace referencia Herodoto, diciendo que el laberinto egipcio era tan grande, tan tremendo, tan maravilloso y tan fantástico, que la Gran Pirámide quedaba oscurecida a su lado.

Hoy no lo encontramos y solo nos quedan los datos de Herodoto. Como de costumbre, los hombres, después de haber llamado a Herodoto durante muchos años “El padre de la Historia”, “Herodoto el Veraz” y otras cosas por el estilo, como no todo lo que menciona se encontró, afirmamos que no estaba muy seguro de lo que decía. La cuestión es que tantas cosas han aparecido que quizás valga la pena tener paciencia y ver si no aparece también aquel laberinto que mencionaba el historiador griego. En el Medioevo, en las catedrales góticas, tampoco faltaban laberintos. Uno de los más famosos, y que suele representarse en casi todas las ilustraciones, es el laberinto de Chartres, dibujado en las losas del pavimento de la gran catedral, laberinto que no es para perderse sino para recorrer, en una especie de camino iniciático, de camino de realización y de logros, que el candidato, el discípulo, aquel que pretende acceder a los Misterios, debe recorrer.

Es dificilísimo perderse en el laberinto de Chartres; los caminos están perfectamente señalados, las curvas y los trayectos están a la vista, pero lo importante es llegar al centro, a la piedra cuadrada donde los clavos marcan las distintas constelaciones y donde el hombre, de una manera alegórica, ha llegado al Cielo, se ha incrustado entre las deidades. Probablemente todos estos mitos de la Antigüedad, y aun los laberintos simbólicos que se trazaban en las catedrales, obedecían no tanto a una realidad histórica, sino tal vez a una realidad psicológica.

Y la realidad psicológica del laberinto está tan viva hoy como siempre. Si en la Antigüedad hablábamos de un laberinto de Iniciación, que es el camino para que el hombre pueda realizarse a medida que lo recorre, así también hoy debemos hablar de un laberinto que se traduce en forma material y en forma psicológica. En forma material no hay que buscar mucho: todo el mundo que nos rodea, todo aquello en lo que estamos inmersos, en donde vivimos y nos desenvolvemos, constituye un laberinto. Lo que pasa es que ni los que penetraban en los jardines de Creta se daban cuenta de que entraban en el laberinto ni nosotros, cuando estamos en nuestro mundo circundante, somos conscientes de estar en un laberinto.

Sin embargo, los jardines cretenses lo eran, como nuestro mundo circundante es un laberinto que suele atrapar. Psicológicamente, la angustia de un Teseo que buscaba al Minotauro para matarle es también la angustia del hombre que teme y que está desconcertado. Tenemos miedo porque no sabemos; miedo porque desconocemos cosas y en ese desconocimiento nos sentimos inseguros. Temor que se manifiesta muchas veces en no saber qué elegir, no saber qué hacer, hacia dónde dirigirse, y dejar correr los años de la vida en una medianía perpetua, agotadora y tristísima: todo a cambio de no tomar una decisión y no ser, ni una sola vez, firmes. Desconcierto es la otra enfermedad que nos aqueja psicológicamente en el laberinto actual. Desconcierto porque, obviamente, es muy difícil poder decir de nosotros mismos quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.

Estas tres postulaciones tan simples, tan sencillas, que casi no parecen preguntas, sino cosa de niños, son las que crean, sin embargo, nuestro desconcierto fundamental. ¿Qué sentimos darle a nuestra vida sino un puro desconcierto? ¿Para qué trabajamos o para qué estudiamos? ¿Para qué vivimos y qué es la felicidad? ¿Qué perseguimos? ¿Qué es la tristeza y cómo la adivinamos? Psicológicamente, seguimos inmersos en un laberinto; psicológicamente, aunque no haya monstruos, aunque no haya pasadizos, estamos perpetuamente atrapados.

Claro está que el mito nos ofrece una solución. Teseo no entra con las manos vacías al laberinto; tampoco es lógico que nosotros resolvamos el problema de nuestro laberinto con las manos vacías. Teseo lleva dos cosas: un hacha (o una espada, como se quiera) para matar el monstruo, y un huso de hilo, su ovillo para encontrar el camino. Traduzcamos un poco esto a nuestro lenguaje. El hacha o la espada ha sido siempre un símbolo de voluntad. ¡Cuántas tradiciones medievales recogen todavía aquello de la espada clavada en la piedra que sólo el hombre de fuerte voluntad va a poder extraer! ¿Qué es eso de extraer la espada de la piedra? Es la voluntad que extrae lo vertical de la materia, que es horizontal; es decir, que una de las fundamentales armas que necesitamos para abrir los caminos en el laberinto es voluntad, fuerza de voluntad.

Otra arma importantísima es el hilo, la astucia del hilo que se va a desenvolver por los caminos para encontrar el regreso. Ese hilo es perseverancia y, diríamos más, es memoria. ¿Por qué se echa el hilo por los caminos del laberinto? Porque nosotros estamos imposibilitados para recordar por dónde caminamos, por dónde vamos, con qué escollos tropezamos y por dónde podemos salir.

No pudiendo recordarlo, utilizamos el sortilegio del hilo que volveremos a encontrar y nos va a indicar el camino del regreso. Es la posibilidad laberíntica de no repetir los mismos errores, de reconocer aquellos sitios que hemos ido hollando con nuestra propia evolución y de saber cuáles son los caminos que nos quedan por recorrer y cómo debemos hacerlo. Para los griegos Ariadna es el alma que, en el momento justo, cuando Teseo está más desesperado, le entrega una respuesta y una salida, una llave, una solución. Eso que vibra, eso que vive, eso que nos proporciona las soluciones en el momento justo, eso es Ariadna, el alma, la salvadora que aparece oportunamente y nos da la solución para resolver nuestro problema.

El Minotauro es exceso de materia, es la materia que crece, que atrapa y todo lo traga para sí. Es a ese exceso de materia al que hay que destruir, antes de que él destruya al Teseo que entra en el laberinto. Cuando se toma conciencia del laberinto, cuando se penetra en él, tanto hoy nosotros como Teseo en la mitología griega, hay que concienciar también la importancia de encontrar la salida. El que halla la salida, destruye el laberinto. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la salida del laberinto no está fuera; la salida del laberinto está exactamente en el centro, en el corazón del laberinto.

El que penetra en el laberinto y, advirtiendo sus recovecos y tortuosidades, siente miedo y huye, el que pretende escapar hacia los laterales o quedarse fuera, o tan solo husmear apenas la superficie, ese no resuelve el laberinto. Hay que hacer verdaderamente como Teseo: introducirse, caminar, llegar al centro mismo. En el centro está la salida, no hacia fuera. Hay que tener la valentía de un Teseo y enfrentar los monstruos. Ciertamente, es muy difícil que se nos aparezca a nosotros este elemento prehistórico mitad hombre, mitad toro. Pero nosotros tenemos monstruos diarios que se nos enfrentan y con los que debemos batallar, si es que nos atrevemos. Dudas, preocupaciones, rencores, temores, inseguridades que, aunque no tomen cuerpo físico, viven en nosotros y tienen tentáculos tan poderosos como el Minotauro de Creta.

A estos hay que saber enfrentarlos con las armas de la voluntad, de la inteligencia, de la memoria. Dicen los antiguos que el laberinto no se recorría de cualquier forma, que la manera ideal de recorrer el laberinto era danzando o realizando pasos de tal forma que todos estos pasos describiesen figuras; figuras en el suelo, figuras en el espacio, figuras rituales y mágicas. Nosotros, de alguna forma, deberíamos danzar a lo largo de la vida, llamando así al proceso de evolución.

Si logramos que cada uno de nuestros pasos no se resuelva tan solo en su laberinto horizontal, sino que, por el contrario, esté en un escalón superior, un punto más arriba, habremos realizado esa extraña y misteriosa danza que es la evolución y aprendido a dar esos pasos justos y medidos, esos que no se dan de cualquier manera y en cualquier sitio, sino que son “los pasos del camino”. En todos nosotros está también el trabajo de despertar a Teseo, darle vida, sacar ese héroe a la luz.

En todos nosotros existe un segundo nacimiento, que no es el de haber aparecido a la vida físicamente, sino ese otro en el cual nuestro héroe interior se manifiesta con sus mejores armas, con sus mejores galas, con sus mejores fuerzas y cualidades. Indudablemente, no somos todos iguales; no somos todos igualmente heroicos, ni a la hora de practicar la heroicidad nuestros actos coincidirían.

Hay quienes van a ser heroicos en un sentido y quienes lo van a ser en otro: unos se volcarán hacia el estudio, hacia las ciencias, hacia el arte, hacia la religión, hacia la política; otros se volcarán hacia la meditación interior; los hay que se volcarán hacia su familia, hacia sus seres queridos, hacia, simplemente, adornar la vida de los que tienen alrededor. Mas todo eso es un acto heroico si nace del verdadero ser interior.

Por eso hemos escogido el tema de un héroe griego que penetra en el laberinto, que mata a un monstruo y que se encuentra con su alma, que le ayuda para salir. Viejo tema que nos permite comprobar una vez más que los años han pasado y que las civilizaciones solo aparentemente han cambiado mucho.

El problema de recorrer el laberinto y salir de él sigue siendo nuestro. Las armas de Teseo pueden ser nuestras armas, y ese héroe que adorna las páginas legendarias, que nos maravilla con sus vestiduras, con sus cabellos de oro, ¡también está en nosotros!

El Laberinto parte 1

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Muchas veces se nos plantean las diferencias que existen entre lo que es mito y lo que es Historia. Y aceptamos rápidamente como Historia todos aquellos hechos que tienen una fecha, que han sucedido en algún lugar determinado de la Tierra y se pueden referir a personajes conocidos; en fin, hechos fehacientes que se pueden creer, por cuanto provienen de historiadores dignos de fe. En cambio, hablamos de mitos como de relatos mucho más fantásticos, imprecisos en el tiempo, difíciles de definir y atribuidos, ya no a personajes históricos y reales, sino a personajes fabulosos que, generalmente, no se sabe siquiera si han existido.

El Laberinto En el caso del laberinto nos encontramos, justamente, con un mito, con un relato de hechos y personajes, que son más que nada simbólicos o que, por lo menos, la Historia difícilmente acepta como reales, y sí, en cambio, en un sentido figurado. Pensamos que todo mito, todo hecho figurado, todo relato simbólico, en el fondo se apoya sobre alguna realidad, aunque a veces no podamos llamarla histórica.

El mito es verdadero como referencia a realidades psicológicas, a vivencias humanas, a procesos y formas que se reflejan cubiertos de símbolos y echan a rodar a través del tiempo, entre los hombres, llegando a nosotros, que tenemos que tomarnos el trabajo de develarlos, esto es, quitar sus velos y volver a encontrarnos con el sentido oculto, con el sentido profundo de las cosas.

El mito del laberinto es antiquísimo y, me atrevo a decir, es común a todas las antiguas civilizaciones en donde se explica que es un pasaje difícil de recorrer, confuso, que hace perderse al hombre por intrincados senderos. A veces, se mezcla el relato de algún hombre fantástico, de algún héroe o personaje mítico que deshace el laberinto y encuentra la clave que, finalmente, lleva a la solución de este enigma que se le plantea en forma de camino.

Cuando hablamos de laberintos, el más conocido, el que más nos ha llegado a través de la mitología griega, tan asequible, tan sencilla, en forma de relatos prácticamente infantiles, es el laberinto de Creta. No voy a referirme a este laberinto tal y como lo recoge la mitología más conocida, sino que nos remontaremos un poco más atrás en busca de aquellos elementos que pudieron encontrarse gracias a los últimos descubrimientos arqueológicos en Creta, para ver qué es aquello que los cretenses adoraban y en qué fundamentaron su laberinto. Veremos, entonces, que el relato ya no es tan aniñado y se torna cada vez más complejo y simbólico.

Para comenzar, un viejo símbolo cretense, referido a su máxima deidad, era el hacha de doble filo, que también se podía simbolizar con un doble par de cuernos, un par hacia arriba y un par hacia abajo que, unidos, conformaban, precisamente, un hacha de doble filo, viejo símbolo referido a una deidad con un culto muy fuerte en Creta: el toro sagrado. Esta hacha recibía el nombre de Labris, y, según una tradición muy antigua, fue el arma con que un dios, que los griegos iban a llamar Ares-Dionisos, abrió el primer laberinto.

He aquí el relato: se cuenta que este Ares-Dionisos, dios muy antiguo de los primeros tiempos, desciende a la tierra. No hay nada creado, no hay nada plasmado; hay tan solo oscuridad, tan solo tinieblas. Pero, desde las alturas, a este Ares-Dionisos se le otorga un arma, el Labris, y se le dice que con ella ha de forjar el mundo. Ares-Dionisos, en medio de estas tinieblas, comienza a marchar en forma circular.

Esto es muy curioso, por cuanto la ciencia actual ha descubierto que generalmente, cuando estamos a oscuras y no conocemos el recinto en el cual nos hallamos, o cuando queremos salir de un sitio grande sin luz, la primera tendencia que tenemos es a caminar en círculo; y cuando nos perdemos, la primera tendencia que tenemos es también a caminar en círculo. Hacemos estas asociaciones porque querríamos, desde un comienzo, relacionar el sentido del laberinto con ciertos atavismos que aún hoy guardamos como seres humanos.

He aquí que Ares-Dionisos comienza a caminar en círculos y, con su hacha, va tallando la oscuridad y abriendo un surco. A este camino que él abre y que se va iluminando paulatinamente, se le llama laberinto; es decir, el sendero tallado con el Labris.

Cuando Ares-Dionisos, luego de tallar y tallar, llega al centro mismo de su sendero, descubre que ya no tiene el hacha del comienzo. Ahora su hacha se ha tornado pura luz; lo que tiene en sus manos es una hoguera, una llama, una antorcha que ilumina perfectamente, porque él ha realizado un doble milagro: ha tallado la oscuridad hacia fuera con un filo del hacha y ha tallado su propia oscuridad interior con el otro filo del hacha. En la medida en que hizo luz afuera, hizo luz adentro; en la medida en que abrió paso por fuera, abrió paso por dentro. Así, cuando llega al centro del laberinto, encuentra el centro del camino: ha logrado luz y se ha logrado a sí mismo. Esta es la más vieja tradición que se puede recoger en Creta sobre el mito del laberinto. A partir de ahí, las demás son mucho más conocidas.

Muy conocida por todos nosotros es la del fantástico laberinto elaborado por Dédalo, arquitecto e inventor prodigioso de la antigua Creta, cuyo nombre se suele utilizar como sinónimo de laberinto, de pasaje confuso. Recordando el viejo idioma de los griegos, Dédalo o Dáctil, como se le llama en otras oportunidades, es el que hace, el que trabaja con los dedos, el que construye. Su símbolo es el del constructor, no ya de un conjunto de palacios y jardines, como era el laberinto del rey Minos, sino en un sentido aún más profundo y lejano, tal vez semejante a ese primer dios que construye en las tinieblas un laberinto de luz. Se dice que, en realidad, el laberinto de Dédalo no era una casa subterránea, ni oscura, ni tortuosa, sino un gran conjunto de casas, palacios y jardines trazados de tal forma que quien entraba en ellos no encontraba la salida.

El problema no era que fuese horroroso el laberinto, el problema era que no se podía salir de allí. Dédalo construyó este laberinto para el rey Minos de Creta, un personaje casi legendario cuyo nombre nos permite emparentarlo con muy antiguas tradiciones de todos los pueblos de estas épocas. Este Minos habita un fantástico palacio, y tiene una esposa, Pasifae, que va a ser la gestadora de todo el drama relativo al laberinto. Para llegar a rey, Minos contó con la ayuda de otro poderoso dios, el dios de los océanos y de las aguas, Poseidón. Para que Minos se sintiese seguro de su trono entre los hombres, Poseidón obra un prodigio: de entre las aguas y entre las espumas de las aguas, hace surgir fantásticamente un toro blanco, como un presente que otorga a este rey de las islas de Creta. Ello significa que Minos es, efectivamente, el rey.

Pero he aquí que, como la mitología griega nos suele relatar, la esposa de Minos se enamora perdidamente de este toro blanco, que es lo único que anhela y desea y, como no encuentra cómo acercarse a él, pide a Dédalo, el gran constructor, otro favor: que fabrique una enorme vaca de bronce lo suficientemente bella y atractiva como para que el toro se sintiese inclinado por la vaca y Pasifae quedase escondida en ésta. La tragedia es enorme: Dédalo construye la vaca, Pasifae se esconde, el toro se acerca a ella y de esta extrañísima unión entre una mujer y un toro blanco, va a surgir una bestia mitad hombre, mitad toro: el Minotauro. Este monstruo, este engendro, va a residir en el centro del laberinto, que, a partir de ahora, se va a transformar, y no será ya un conjunto de jardines y palacios, sino un lugar tétrico, aterrador y doloroso: el recuerdo perpetuo del drama del rey de Creta.

En otras antiguas tradiciones, además de la de Creta, encontramos una explicación un poco menos simplista para el drama de Pasifae y el toro blanco. Descubrimos, por ejemplo, en los relatos de la antigua América precolombina y en la India, alusiones a que en un determinado momento de la evolución humana, hace millones de años, según nos dicen, hubo un instante en que los hombres se confundieron y mezclaron con los animales y, de esa aberración y ruptura de las leyes de la Naturaleza, surgieron verdaderos monstruos, seres híbridos, extrañísimos de definir.

No era solamente que guardasen en sí la maldad, como en el caso del Minotauro, sino que guardaban la vergüenza del secreto que no debería revelarse jamás después de que pudo borrarse esta cuestión de la memoria de los hombres. Así, la relación de Pasifae y el toro y el nacimiento del Minotauro hace, en cierto modo, referencia a estas antiguas humanidades y a estos viejos procesos que se ocultaron del recuerdo en un determinado instante. Por otra parte, el monstruo, el Minotauro, representa la materia ciega e informe, sin inteligencia ni dirección, encerrada en el centro del laberinto esperando las víctimas propiciatorias.

Aquiles

viernes, 28 de junio de 2013

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Aquiles fue el más importante de los héroes griegos de la guerra de Troya: joven ardoroso fuerte, su carácter es esencialmente belicoso, frente a Ulises, que es su opuesto en carácter debido a que simboliza la astucia y la inteligencia pragmática, Aquiles personifica el ímpetu y la audacia espontánea; es hijo del rey Peleo y la diosa Tetis, pero como su padre, Aquiles es mortal.

Dos leyendas relatan la causa de esa mortalidad: en la primera, Tetis trata de inmunizar a su hijo sumergiéndolo en el río Estigia; consigue hacerlo invulnerable en todo su cuerpo, exceptuando el talón por donde lo sujetaba, la segunda versión cuenta que Tetis, a escondidas, exponía a su hijo al fuego y luego le curaba las heridas con ambrosia, cuando fue sorprendida por Peleo.

En ambos mitos todo es echado a perder por la intromisión de un mortal incapaz de aceptar algo que le es extraño, incomprensible y hasta criminal. Cuando Aquiles era un muchacho, el adivino Calcas profetizó que la ciudad de Troya nunca podría ser conquistada sin su ayuda.

Su madre, Tetis, sabía que si su hijo iba a Troya, moriría, así que envió a su hijo a la corte de Licomedes, donde permaneció escondido por algún tiempo, disfrazado de mujer; durante este tiempo se enamoró de la hija de Licomedes y tuvo un hijo, Neoptolemo.

Sin embargo, fue descubierto por el astuto Ulises, que se presentó como mercader y exhibió entre las mercancías, una armadura: la única "doncella" que se entusiasmó con las armas fue Aquiles, que decidió partir voluntariamente con Ulises hacia Troya, como jefe de los Mirmidones y acompañado de su amigo Patroclo.

En la guerra se distinguió como un luchador infatigable. El conquistó 23 ciudades en territorio troyano, incluida Lyrnessos, donde obtuvo a Briseida como trofeo de guerra, más tarde, Agamenón, el jefe de todos los griegos, fue forzado por un oráculo a desprenderse de su esclava Criseida, y tomó a Briseida de Aquiles, que se retiró a su tienda enfurecido, jurando no luchar más.

A partir de este momento los troyanos tomaron la ofensiva, y los griegos comenzaron a retroceder hacia el mar, aunque rehusó salir al combate, permitió a su amigo Patroclo salir con sus propias armas. Al día siguiente, el troyano Héctor, mató a Patroclo creyendo que era Aquiles, y le despojó de su armadura. Símbolo de la impetuosidad, acometividad e irreflexibilidad de la juventud, Aquiles se irrita fácilmente: cuando se siente humillado por Agamenón, abandona la lucha, aun sabiendo que su ausencia del campo de batalla acarrearía grandes perdidas a los griegos y sólo regresa al combate para vengar la muerte de Patroclo.

Para los antiguos griegos, la amistad entre hombres era una virtud, encarada como un verdadero ideal, tal admiración por la amistad masculina es explicada por la posición social inferior de la mujer, Aquiles, enfurecido por la muerte de su amigo, obtuvo de su madre una nueva nueva armadura forjada en la fragua de Vulcano, y salió al campo de combate, donde mató a Héctor, arrastrando su cuerpo atado a su carro en torno a los muros de Troya, sin permitir que tuviera los ritos funerales, sólo cuando Príamo, el padre de Héctor y rey de Troya, vino en secreto a entrevistarse con Aquiles, éste le devolvió el cuerpo del héroe.

Continuó luchando, derrotando una y otra vez a los troyanos y a sus aliados, incluida la guerrera amazona Pentesilea, finalmente, Paris, hijo de Príamo, con la ayuda del dios Apolo, hirió a Aquiles con una flecha en su único punto vulnerable, el talón.

Aquiles murió de la herida. Después de su muerte hubo una disputa por su armadura, y se decidió otorgarla al más bravo de los griegos; Ulises y Ayax compitieron en la final, cada uno con un discurso explicando por qué se lo merecían más que nadie, Ulises ganó, y Ayax perdió la razón y se suicidó.

A Aquiles se le han atribuido muchos episodios románticos, entre ellos con Pentesilea, la amazona a la que mató en el campo de batalla, y también se ha dicho que se casó con Medea.