El Laberinto parte 1

domingo, 30 de junio de 2013

 


Muchas veces se nos plantean las diferencias que existen entre lo que es mito y lo que es Historia. Y aceptamos rápidamente como Historia todos aquellos hechos que tienen una fecha, que han sucedido en algún lugar determinado de la Tierra y se pueden referir a personajes conocidos; en fin, hechos fehacientes que se pueden creer, por cuanto provienen de historiadores dignos de fe. En cambio, hablamos de mitos como de relatos mucho más fantásticos, imprecisos en el tiempo, difíciles de definir y atribuidos, ya no a personajes históricos y reales, sino a personajes fabulosos que, generalmente, no se sabe siquiera si han existido.

El Laberinto En el caso del laberinto nos encontramos, justamente, con un mito, con un relato de hechos y personajes, que son más que nada simbólicos o que, por lo menos, la Historia difícilmente acepta como reales, y sí, en cambio, en un sentido figurado. Pensamos que todo mito, todo hecho figurado, todo relato simbólico, en el fondo se apoya sobre alguna realidad, aunque a veces no podamos llamarla histórica.

El mito es verdadero como referencia a realidades psicológicas, a vivencias humanas, a procesos y formas que se reflejan cubiertos de símbolos y echan a rodar a través del tiempo, entre los hombres, llegando a nosotros, que tenemos que tomarnos el trabajo de develarlos, esto es, quitar sus velos y volver a encontrarnos con el sentido oculto, con el sentido profundo de las cosas.

El mito del laberinto es antiquísimo y, me atrevo a decir, es común a todas las antiguas civilizaciones en donde se explica que es un pasaje difícil de recorrer, confuso, que hace perderse al hombre por intrincados senderos. A veces, se mezcla el relato de algún hombre fantástico, de algún héroe o personaje mítico que deshace el laberinto y encuentra la clave que, finalmente, lleva a la solución de este enigma que se le plantea en forma de camino.

Cuando hablamos de laberintos, el más conocido, el que más nos ha llegado a través de la mitología griega, tan asequible, tan sencilla, en forma de relatos prácticamente infantiles, es el laberinto de Creta. No voy a referirme a este laberinto tal y como lo recoge la mitología más conocida, sino que nos remontaremos un poco más atrás en busca de aquellos elementos que pudieron encontrarse gracias a los últimos descubrimientos arqueológicos en Creta, para ver qué es aquello que los cretenses adoraban y en qué fundamentaron su laberinto. Veremos, entonces, que el relato ya no es tan aniñado y se torna cada vez más complejo y simbólico.

Para comenzar, un viejo símbolo cretense, referido a su máxima deidad, era el hacha de doble filo, que también se podía simbolizar con un doble par de cuernos, un par hacia arriba y un par hacia abajo que, unidos, conformaban, precisamente, un hacha de doble filo, viejo símbolo referido a una deidad con un culto muy fuerte en Creta: el toro sagrado. Esta hacha recibía el nombre de Labris, y, según una tradición muy antigua, fue el arma con que un dios, que los griegos iban a llamar Ares-Dionisos, abrió el primer laberinto.

He aquí el relato: se cuenta que este Ares-Dionisos, dios muy antiguo de los primeros tiempos, desciende a la tierra. No hay nada creado, no hay nada plasmado; hay tan solo oscuridad, tan solo tinieblas. Pero, desde las alturas, a este Ares-Dionisos se le otorga un arma, el Labris, y se le dice que con ella ha de forjar el mundo. Ares-Dionisos, en medio de estas tinieblas, comienza a marchar en forma circular.

Esto es muy curioso, por cuanto la ciencia actual ha descubierto que generalmente, cuando estamos a oscuras y no conocemos el recinto en el cual nos hallamos, o cuando queremos salir de un sitio grande sin luz, la primera tendencia que tenemos es a caminar en círculo; y cuando nos perdemos, la primera tendencia que tenemos es también a caminar en círculo. Hacemos estas asociaciones porque querríamos, desde un comienzo, relacionar el sentido del laberinto con ciertos atavismos que aún hoy guardamos como seres humanos.

He aquí que Ares-Dionisos comienza a caminar en círculos y, con su hacha, va tallando la oscuridad y abriendo un surco. A este camino que él abre y que se va iluminando paulatinamente, se le llama laberinto; es decir, el sendero tallado con el Labris.

Cuando Ares-Dionisos, luego de tallar y tallar, llega al centro mismo de su sendero, descubre que ya no tiene el hacha del comienzo. Ahora su hacha se ha tornado pura luz; lo que tiene en sus manos es una hoguera, una llama, una antorcha que ilumina perfectamente, porque él ha realizado un doble milagro: ha tallado la oscuridad hacia fuera con un filo del hacha y ha tallado su propia oscuridad interior con el otro filo del hacha. En la medida en que hizo luz afuera, hizo luz adentro; en la medida en que abrió paso por fuera, abrió paso por dentro. Así, cuando llega al centro del laberinto, encuentra el centro del camino: ha logrado luz y se ha logrado a sí mismo. Esta es la más vieja tradición que se puede recoger en Creta sobre el mito del laberinto. A partir de ahí, las demás son mucho más conocidas.

Muy conocida por todos nosotros es la del fantástico laberinto elaborado por Dédalo, arquitecto e inventor prodigioso de la antigua Creta, cuyo nombre se suele utilizar como sinónimo de laberinto, de pasaje confuso. Recordando el viejo idioma de los griegos, Dédalo o Dáctil, como se le llama en otras oportunidades, es el que hace, el que trabaja con los dedos, el que construye. Su símbolo es el del constructor, no ya de un conjunto de palacios y jardines, como era el laberinto del rey Minos, sino en un sentido aún más profundo y lejano, tal vez semejante a ese primer dios que construye en las tinieblas un laberinto de luz. Se dice que, en realidad, el laberinto de Dédalo no era una casa subterránea, ni oscura, ni tortuosa, sino un gran conjunto de casas, palacios y jardines trazados de tal forma que quien entraba en ellos no encontraba la salida.

El problema no era que fuese horroroso el laberinto, el problema era que no se podía salir de allí. Dédalo construyó este laberinto para el rey Minos de Creta, un personaje casi legendario cuyo nombre nos permite emparentarlo con muy antiguas tradiciones de todos los pueblos de estas épocas. Este Minos habita un fantástico palacio, y tiene una esposa, Pasifae, que va a ser la gestadora de todo el drama relativo al laberinto. Para llegar a rey, Minos contó con la ayuda de otro poderoso dios, el dios de los océanos y de las aguas, Poseidón. Para que Minos se sintiese seguro de su trono entre los hombres, Poseidón obra un prodigio: de entre las aguas y entre las espumas de las aguas, hace surgir fantásticamente un toro blanco, como un presente que otorga a este rey de las islas de Creta. Ello significa que Minos es, efectivamente, el rey.

Pero he aquí que, como la mitología griega nos suele relatar, la esposa de Minos se enamora perdidamente de este toro blanco, que es lo único que anhela y desea y, como no encuentra cómo acercarse a él, pide a Dédalo, el gran constructor, otro favor: que fabrique una enorme vaca de bronce lo suficientemente bella y atractiva como para que el toro se sintiese inclinado por la vaca y Pasifae quedase escondida en ésta. La tragedia es enorme: Dédalo construye la vaca, Pasifae se esconde, el toro se acerca a ella y de esta extrañísima unión entre una mujer y un toro blanco, va a surgir una bestia mitad hombre, mitad toro: el Minotauro. Este monstruo, este engendro, va a residir en el centro del laberinto, que, a partir de ahora, se va a transformar, y no será ya un conjunto de jardines y palacios, sino un lugar tétrico, aterrador y doloroso: el recuerdo perpetuo del drama del rey de Creta.

En otras antiguas tradiciones, además de la de Creta, encontramos una explicación un poco menos simplista para el drama de Pasifae y el toro blanco. Descubrimos, por ejemplo, en los relatos de la antigua América precolombina y en la India, alusiones a que en un determinado momento de la evolución humana, hace millones de años, según nos dicen, hubo un instante en que los hombres se confundieron y mezclaron con los animales y, de esa aberración y ruptura de las leyes de la Naturaleza, surgieron verdaderos monstruos, seres híbridos, extrañísimos de definir.

No era solamente que guardasen en sí la maldad, como en el caso del Minotauro, sino que guardaban la vergüenza del secreto que no debería revelarse jamás después de que pudo borrarse esta cuestión de la memoria de los hombres. Así, la relación de Pasifae y el toro y el nacimiento del Minotauro hace, en cierto modo, referencia a estas antiguas humanidades y a estos viejos procesos que se ocultaron del recuerdo en un determinado instante. Por otra parte, el monstruo, el Minotauro, representa la materia ciega e informe, sin inteligencia ni dirección, encerrada en el centro del laberinto esperando las víctimas propiciatorias.

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